27 de enero de 2013

Una mañana


“Saca el dedo de ahí, ya te dije que no me gusta”, me dice Carmen con la voz salada por el sudor que se le mete en la boca, que le escurre por el rostro y le hace cerrar los ojos. No le hago caso, por supuesto.
Nunca me ha importado lo que piense o lo que diga, porque yo sigo en lo mío, concentrándome en el ritmo de mis caderas para no perder el paso, entrando y saliendo del cuerpo de Karen, a paso firme, con ritmo, sin quitar el dedo donde lo he puesto. “Que no me gusta”, me repite Elizabeth y trata de zafarse de mi brazo sudoroso, pero se lo impido apretándola con más fuerza. Se agita pero no puede librarse. Me gusta sentir su piel, olerla, mordisquearle el cuello, la nuca, la oreja. Murmurar su nombre salpicado de sudor: Melisa, Melisa.
Entonces deja de luchar. Se abandona, Afloja el cuerpo y me deja hacer. Por supuesto no le retiro el dedo. Y aprieto con más fuerza, aprisionándola.