27 de enero de 2013

Una mañana


“Saca el dedo de ahí, ya te dije que no me gusta”, me dice Carmen con la voz salada por el sudor que se le mete en la boca, que le escurre por el rostro y le hace cerrar los ojos. No le hago caso, por supuesto.
Nunca me ha importado lo que piense o lo que diga, porque yo sigo en lo mío, concentrándome en el ritmo de mis caderas para no perder el paso, entrando y saliendo del cuerpo de Karen, a paso firme, con ritmo, sin quitar el dedo donde lo he puesto. “Que no me gusta”, me repite Elizabeth y trata de zafarse de mi brazo sudoroso, pero se lo impido apretándola con más fuerza. Se agita pero no puede librarse. Me gusta sentir su piel, olerla, mordisquearle el cuello, la nuca, la oreja. Murmurar su nombre salpicado de sudor: Melisa, Melisa.
Entonces deja de luchar. Se abandona, Afloja el cuerpo y me deja hacer. Por supuesto no le retiro el dedo. Y aprieto con más fuerza, aprisionándola.


“Que no, que ya te dije que así no”, explota finalmente Merlina y me empuja con sus brazos, delgados pero fuertes acostumbrados al ejercicio. Me toma por sorpresa y me tira de la cama. Se incorpora sin taparse el pecho desnudo, dejando a la vista sus senos oscuros con un par de bellos pezones que he pasado mordisqueando toda la noche. Manoteo para no caer al suelo. Echa los brazos hacia atrás para apoyarse en el colchón y se ríe. Desdichada.

Entonces Alejandra me mira, entre divertida y molesta; se ríe de mi postura: estoy a un paso de caer de la cama, haciendo malabares. Con un impulso regreso a su lado. Y nuevamente Gabriela me abraza, me frota con su pecho desnudo, me besa, afila sus uñas en mi espalda.
Ah.

Vuelvo a lo mío dejando de lado lo del dedo. Pero solo un momento. Con la punta de la lengua recorro los dedos de su pie izquierdo, subo por el tobillo y enfilo por las pantorrillas firmes y sin vello. Dulce se estremece. Me deja hacer. Me ha perdonado lo del dedo. Hago un alto en su rodilla antes de adentrarme a su muslo, húmedo de sudor y que me sabe a sal. Su piel se eriza, su respiración se ha acelerado; sus dedos acarician mi cabello, mi nuca y mis orejas. Murmura mi nombre. Levanto un poco la vista y veo que ha cerrado los ojos. Siempre me ha gustado ver a Isabel así, concentrada en lo suyo. Entonces dejo de besar sus muslos y subo un poco más, apenas un par de centímetros, donde empieza el suave oasis de su vello, que ahora mismo huele ácido. Un olor fuerte que Karina no puede ocultar. Aprieta sus piernas en torno a mi cuello, casi me asfixia pero soporto el dolor. A veces Daniela es así: dura y violenta, pero sé que lo hace porque no puede controlarse, sobre todo cuando con la punta de mi lengua rozo ligeramente el pliegue de su vulva. Ácida. Siempre me ha sabido ácida. De nada sirve que arroje algún licor o crema batida: siempre sabe ácida. Será por el color de la piel de Leslie. Será por eso o porque nunca deja de emanar líquidos. Las sábanas siempre acaban húmedas dejando una huella en ellas.

Entro suavemente, levantando apenas el pliegue de carne rosada. Adriana enreda sus piernas alrededor de mi cuello. Me aprisiona. Y el olor no cesa. Bebo, bebo hasta la náusea. Me ahogo entre el aroma y el tibio líquido y los diminutos vellos que raspan mis mejillas. No me suelta. Tira de mi cabello. Me duele, pero tampoco hago por zafarme. La náusea ha pasado, así que vuelvo a la carga. Intuyo que Lizeth está a un paso de venirse, gime más profundo como si estuviera atrapada. Empiezo a recorrer su vientre y ahora sus manos se aferran a las sábanas. Casi las desgarra. Mi lengua conserva el sabor ácido, que lentamente desparece mientras recorro el borde del ombligo de América, que parece un cráter, donde aparece mi lengua como un cordero moviéndose a lo largo de su vientre.

Levanto la vista y doy de frente con los perfectos senos de Pamela. Me detengo un momento en la contemplación redonda de tal prodigio. Odio ser cursi, pero no puedo quedarme en silencio al ver aquella firme redondez, una gran provocación. Trago saliva ante tal visión.
Entonces dejo su vientre para escalar a su pecho. Y aprieto, rasguño, muerdo y rasgo su suave piel. Luego Esther me deja hacer. Y es que sin saberlo, casi sin sentirlo, ya estoy adentro de ella, que se agita, se mueve. No para de mover sus caderas apretándome. Con sus piernas hace un nudo alrededor de mi espalda. Me impide salir. Y no tengo más remedio que seguirla. Andrea, Andrea le digo a su oído, pero ella está concentrada en hacerme subir y bajarme al mundo del éxtasis.
No puedo detenerme.

E Itzel gruñe. Vuelve a jalarme el cabello. Rasguña mi espalda. No para de moverse, de agitarse. La cama se sacude, me hace sudar como un horno. Soy un subnormal, pienso, siento, murmuro. Ahora podría intentar nuevamente lo del dedo, pero ya no tengo fuerzas porque Claudia me absorbe, me quiebra como si fuera una rama.

Y es que Monserrat me besa, si a eso se le puede llamar beso. En realidad su lengua hurga entre mis dientes. Se mueve como un molino de viento. Azota mi lengua y se pega a su paladar. Y la tormenta no cesa. Aumenta a cada momento. Mi corazón late furioso. Estalla en mi oído mientras Laura levanta sus piernas, abre el compás de sus piernas y me atenaza para volver a soltarme, agitada, sudorosa, me devora. Para hacer que dure, para evitar correrme le digo a su trasero lo guapa que es, lo linda que es y cuánto la quiero; cuánto la necesito, porque solamente puedo decirlo ahora, porque cuando este momento acabe nos odiaremos el uno al otro. Porque cuando Karla y yo nos encontremos fríos y sudorosos, un momento después de corrernos, no querremos ni mirarnos. Y entonces se viene, ríos de sudor y de líquidos me bañan los muslos y humedecen las sábanas. Estos son los únicos momentos en los que puedo ser humano. Sale de nuestros lastimados labios un “te amo” y Bricia se deja caer y me ve sin mirarme, y sonríe y cierra los ojos y murmura algo que no alcanzo a escuchar, pero que no me importa porque esta mañana solo somos ella y yo.




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