No había ocupación
mejor, en aquellas noches en medio del mar; que sentarse cerca de él a escuchar
el partido. Cada noche a las nueve. Allí estábamos, apretujados en la estrechez
de su camarote, 12,15 marineros de La bicicleta de Colón; a la
espera del silbatazo inicial.
A veces el partido
no empezaba a las nueve en punto. Había casos en que la lluvia, la neblina o
algún problema entre las barras rivales retrasaban las acciones.
Un día, inclusive,
un rayo que cayó sobre la techumbre del estadio provocó la cancelación del
juego.
-Falta de
garantías, el arbitro suspendió el partido por temor a que caiga otro rayo, las
directivas se pondrán de acuerdo para reprogramar el juego –explicó Lucas. Después se volteó contra la pared y apagó la luz en un
gesto que quería decir Váyanse de mi camarote, dejen de molestar.
Para eso servía el
débil foco empotrado en la cabecera: para terminar las sesiones de futbol.
Nadie reclamó. Con
Lucas, como decía mi madre, poco y bueno.
No le gustaba
escuchar las razones de los otros. Era hora de dormir y la mayoría se fue
directo al camarote común.
Unos cuantos, los
más tristes, nos quedamos un rato en cubierta, con un cigarro entre los labios,
rumiando lo vacía que era una noche sin futbol.
En época mundialista
el barco era acabose. Únicamente se narraba un juego cada noche y a veces no
era el más atractivo. Sin embargo, a lo largo de ese partido se podrían ir
conociendo las incidencias de los demás encuentros. Poco a poco, con la
narración de Lucas, íbamos llenando los espacios, armando el rompecabezas. El
acomodo de los grupos. Las tablas de goleo. Las futuras probables
combinaciones.
Durante un mes, en el pizarrón de informes
del capitán, iba apareciendo nuestra historia de la Copa del Mundo. Los mejores
goles eran dibujados por el fino lápiz del cocinero.
-¿Quién juega hoy,
Lucas? ¿Ya sabes? –preguntaba alguno al encontrárselo por la mañana.
-Portugal, España.
-¿Quién viene mejor?
Y ante lo que consideraba una insolencia,
el cronista enmudecía y no había forma se sacarle más palabras.
Entonces comenzaba
a crecer la expectación. Españoles y portugueses que tenían guardia esa noche
hacían lo imposible por cambiar de turno para poder escuchar el juego.
Se apartaban los
tres bancos del camarote. Se cruzaban apuestas.
-Van dos de
Ferreira contra un kilo de gambas, voy España. -¿Pagaderos al tocar tierra? –Al
tocar tierra.
Y los marineros estrechaban sus manos
contando las horas que faltaban para el partido.
El día era largo.
El sol, un balón en cámara lenta que se negaba a perderse en el horizonte. Pero
llagaba el momento en que Lucas hablaba:
-Bienvenidos, escuchas, a la transmisión de
Estados Unidos contra Corea. Tercer partido de estos equipos en la Copa del
Mundo. Con cero puntos en su haber, ninguno de los dos tiene posibilidades de
clasificarse...
Y entonces la rechifla estallaba dentro del
camarote de Lucas pero él, sin inmutarse, continuaba sus palabras. No había
nada que hacer. Una fuerza desconocida había decidido que hasta el barco
llegará un partido sin relevancia en un lugar de la exquisitez de España y
Portugal.
Y a pesar de la
decepción nadie se movía de sus lugares. Todos permanecíamos a la expectativa
tratando de cazar alguna seña que nos revelara lo que sucedía en el otro
partido. Una botella del peor ron del mundo circulaba de mano en mano, de boca
en boca.
Cigarros no había
porque al primer indicio de humo, Lucas estallaba en cólera. Algunos festejaban
con tímidos aplausos las llegadas de Corea. Pero el partido no daba para más.
Pasaba el tiempo.
-...tenemos
información –decía Lucas cambiando el tono de sus palabras –Portugal, por medio
de Figo, empataba el partido a dos minutos del final. Portugal y España, en un
trepidante encuentro, empatan hasta el momento a tres...
Y la locura se
desataba en el camarote y todos lamentábamos no haber podido escuchar aquel
juego
-Sun-Hong retrasa de cabeza al portero...
–regresaba Lucas al tono lánguido –ningún norteamericano hace por el balón...
lo mejor que puede ocurrir es que el partido termine... ¡cuatro!, si señores,
cuatro minutos de reposición, ¿para qué tanto?...
Pero nadie abandonaba su lugar porque un
gol en el otro frente aún era posible. Cuatro minutos después un arbitro griego
decretaba el final y del España contra Portugal no había más noticias. El foco
de Lucas ya estaba apagado. Odiaba el humo de los cigarros.
No le gustaba escuchar a los demás, ya se
ha dicho. Y ver no podía.
Lucas era ciego y los partidos que narraba
no llegaban a su mente por vía de un transistor o de una antena o de una bola
de cristal. La bicicleta de Colón estaba siempre del otro lado del mundo
(no importa qué mundo) y ningún gol podía llegar hasta nosotros. Por eso los
partidos de Lucas eran inventados.
Se jugaban en algún lugar de su fantasía y
llegaban a la tripulación en forma de palabras.
Lucas era ciego desde los 18 años y en su
vida sólo había visto tres partidos de futbol. El primero entre los de su
pueblo y el pueblo vecino: lodo y golpes. El segundo en un pequeño estadio:
tres a uno. El tercero en la televisión de un bar: en su primer y último día
como sacaborrachos. Al final del partido se armó una trifulca y una botella
apagó la luz. Pero no la de un foco como el que anunciaba el fin de nuestras
jornadas futboleras, la luz que se apagó fue la de los ojos de Lucas.
Y entonces se quedó un año tirado en la
calle.
Y cuando se levantó aprendió braille y
luego morse y se metió a comunicaciones en la Armada y allí fue en donde
escuchó todos los partidos. Absolutamente en todos los partidos.
(Sí, ese que estás pensando también lo
escuchó) Miles de narraciones ilustradas en su mente por aquellos únicos tres
juegos que vió alguna vez.
Del lodo, los golpes, el tres a uno y las
repeticiones de la televisión salieron todas las jugadas de “La bicicleta de
Colón”.
Lucas era dueño de todo el futbol habido y
por haber. Por eso en el barco teníamos tres mundiales al año, dos Champions y
un torneo de factura oscura en el que unos Toros Rojos contaban con los favores
de Garrincha y Eusebio.
Nadie se atrevía a discutir la más pequeña de
las invenciones de Lucas. Una insignificante falta la peor de las injusticias.
Entendíamos que el balompié era ingrato.
Y allí, en medio de la nada pasábamos las
noches escuchando el mejor futbol de la historia, el mejor, eso es seguro.
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