18 de septiembre de 2013

Otoño

Desperté pero Ileana ya no estaba, todavía quedaba su olor en las sábanas, en mí mismo, y en el suéter que olvidó tirado al pie de mi cama. Desnudo frente a la ventana contemplé el mundo y era igual  que ayer, era un mundo que ya no existe.
Afuera sonaban los primeros disparos de la mañana. Mientras tanto calentaba el café del día anterior. “Yo te hago de desayunar”. Imaginaba la voz de Ileana diciendo esas palabras, eso decía todas las mañanas.



Anochecía e Ileana no llegaba, afuera los perros ladraban y las pandillas comenzaban a aparecerse en las calles aledañas a nuestro hogar. Las posibilidades de que estuviera escondida en la casa de sus padres o de alguna amiga, de que estuviera muerta o acostándose con otro hombre por placer se antojaban igual de razonables o aterradoras. Entonces sentí el sabor amargo en la boca de desear que regresara o que al menos esté bien y me odie a mí mismo por quererla de esa manera.
Amaneció y aún no regresaba. Llegué a la conclusión de que nunca regresaría. No me quedaba otra cosa que hacer que salir solo a buscar comida para el almuerzo. Partí al súper mercado.


Al final de la única discusión grande e importante que tuvimos, luego de que yo dijera un insulto terrible y ella me mordiera el brazo, hicimos el amor con toda la vehemencia que todavía nos quedaba. Volvimos a hacerlo cada noche y cada mañana desde entonces.

Desperté, y todavía quedaba su olor en las sábanas. Me incorporé y sentí el aroma de sus hotcakes con tocino friéndose. La alcoba estaba cálida, me senté en el sofá  y mientras fumaba un cigarrillo y esperaba el almuerzo tuve la secreta convicción de que todo iba a salir bien, porque Ileana ya estaba.

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