Ese día lo recuerdo pálido y soleado, salía de visitar a
la mujer de mi vida para acudir a un encuentro con el otro gran amor de mi
vida. Llegaba a casa con mi viejo y nos
acomodábamos para ver la final de la liga de campeones de concacaf.
Apoyo con los brazos estirados, las palmas de las manos
contra la pared, golpeo los sillones y le doy un trago a mi cerveza. Respiro
hondo y acompasadamente varias veces. Cierro los ojos, no mucho tiempo.
Minuto cuarenta y uno; sentí entonces, penetrándome, un
reposo húmedo. Era tristeza. Algo tibio. Íntimo, casi fraterno. Entonces me
siento sin mirar a nadie. Me punzan algunas miradas furtivas. Casi no hablo, ni
insulto. Callo por largos lapsos de tiempo. Más tarde se asomaría un tenue rayo de
esperanza, de alivio. Con ansias me levanto, le grito al televisor y manoteo al
aire. Es tarde, el reloj yace en el minuto noventa y cuatro y el silbato del
árbitro retumba en todo el país.
Mañana no habrá historias resonantes de la victoria ni
felicitaciones sofocantes. Estaré solo. Y tendré que caminar lento, pero no muy
lento. Manos en el bolsillo y un gesto vacío en la cara. No tendré ni un solo
amigo. Ni uno. O tal vez uno que respetará el momento, el silencio, la
tristeza, que dejará caer casi con temor, o con respeto, una palmada leve sobre
mi hombro, como temiendo romper algo.
Siento entonces un orgullo calado, quieto, dignidad le
llaman. No debo llorar. Tal vez apretar fuertemente la mandíbula. Me pongo de
pie y se adentra en mi pecho un escozor denso. Es el romanticismo del futbol
que envuelve en una gasa todas las derrotas.
Me marcho solo, Me preparo un café fuerte, negro, espeso
y caliente. Me tapo la cara con las dos manos para apretarme más sobre los
párpados esa poesía inútil de las derrotas en el futbol. Me permito un gesto
nervioso, me permito un llanto comprimido, desesperado y hondo contra el marco
de la puerta de la cocina. Después me lavo la cara y me miro al espejo
preguntándome si realmente tengo necesidad de estar triste.
Me siento en el sofá de la estancia.
Tomo mi café.
No me siento tan mal, después de todo.
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