— Lo sé, pero no puedo más.
— ¿Por qué? Desde siempre te he querido, eres lo mejor
para mí.
— Lo sé, lo supe luego. Lo importante se entiende tarde,
cuando ya no sirve para nada.
Sé la medida exacta
del amor, la extensión de tu abandono, la envergadura de lo perdido. Te amo, te
odio. Me desespera amarte. Abre tus manos y rasgúñame la espalda, sálvame. Caí.
Y te reíste.
Soltaste esa carcajada con tu tono de voz agudo, fue como
una pedrada y yo agaché la cabeza. Me incorporé y me frustré tanto, me
desesperaste. No fui capaz de decir nada, no quería que te molestaras más. Por
dentro sentía bullir la rabia contenida de todas esas veces que te reíste de
mí, como cuando saqué mis álbumes de estampas que colecciono, como cuando
eyaculé en mi pantalón en tu sofá o como cuando estabas ebria y te dije por
primera vez que me gustabas mucho en metro revolución.
Me era imposible asimilar el momento de tu carcajada a la
trascendencia del poema. No podía conciliar tu risa con la sensación de
frustración que metiste en mí. Te dije que te fueras, lo grité para adentro
porque temía que en verdad partieras molesta, temía que me dejaras burlándote
de mí. Y solo reí yo también, ahora sí para fuera, para que te quedaras.
Me sentí un completo imbécil, pero reí porque eso era lo
que debía hacer para que no te fueras.
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