29 de junio de 2014

Veintinueve de junio


Fue un día que hubiera preferido vivir del lado de enfrente; un día en que las explicaciones quedaron enterradas bajo la sombra de tres postes blancos y una línea de cal pintada con desgano.
El partido comenzó como un trámite difícil, la explosión de la tribuna marcó el camino para los once de la cancha. Un nudo en la garganta impedía que la tibia brisa de himnos futboleros acompañe los giros de la pelota y las ganas que los jugadores ponían a pesar del horizonte complicado.
Pasó el primer tiempo y el descanso no sirvió para otra cosa que para gritarme en la cabeza que eso no era un sueño. Mirar la camiseta con esos gloriosos colores parecía hacer soñar hasta al más pesimista. Sentir que los malos tiempos quedaban atrás emocionaba al más insensible y lo que antes era nebuloso, este día, se parecía mucho a un carnaval.
Llega el minuto cuarenta y ocho y ahora sí, a gozar, a temer, a vibrar, a soñar. Todo estaba ahí enfrente cubierto de la ansiedad por escuchar el pítido final. Tomaba a mi hermana de la mano y miraba el reloj, miraba hacía arriba como implorándole a algún ser supremo que terminara todo, que ya me despojara del sufrimiento, porque ésta; ésta era la buena.

Entonces dejé de existir durante los últimos minutos, sentía cayéndome por un pozo enorme, parecía que no estaba en ningún lugar, volteaba a ver a mi viejo como pidiéndole una explicación, como si fuese yo un niño pequeño preguntando "¿por qué deben ser así las cosas?". Odio y amo al futbol, "¿cómo puede lastimar tanto un partido de futbol?", le decía a mi novia. Pedía explicaciones a todos sin encontrar respuesta alguna.

La salida de la cancha fue una prolongada procesión de pies arrastrados y esperanzas golpeadas, de santos que no escucharon las plegarias y de rostros resignados al filo brillante del verdugo.
Las puertas cerraron y esta vez no había apuro, las banderas flotaban en el aire con el mismo orgullo que muestra el sentenciado cuando rehúsa un último deseo. El verde se veía muy gris, las redes parecían cansadas, y el llanto de los niños era devastador.

Cuando prácticamente todo había terminado comenzó a llover, o fui yo que empecé a llorar, no sé; ya sé que los hombres no lloran, pero me parece que este día aflojé. Estaba sintiendo en cada parte de mí: la pesadilla del hincha. Estaba viendo ante mis ojos como esa maldita tarde se hacía realidad. Esa camiseta, esos colores, esas banderas no alcanzaron para secar las lágrimas ni calmar el dolor que venía de no sé qué parte del alma. Y llegaron las palabras más tristes que el enamorado de la pelota puede pronunciar; el equipo, ¿hace falta que lo diga?, volvimos a quedarnos en octavos; se van la camiseta, los colores, las banderas, los jugadores, los auxiliares, cada pedazo de alambre, las redes y toda esa afición que poblaba el Castelao este domingo.

Porque el fútbol tiene las postales más coloridas y felices, pero también tiene de las otras. Esas que sólo los que las han vivido en carne propia saben que gusto tienen. Pero faltaba algo, porque siempre hay algo más, siempre queda esa esperanza lanzada por el orgullo; esa que nos invita a ver más allá, a pensar en cuatro años, a soñar con el inicio de los buenos tiempos. Esa esperanza que sólo puede entender el que siempre está en las buenas y en las malas, el que ha visto como unos simples colores pueden llevarte a la oscuridad de un día en el que todo puede irse al carajo menos el orgullo de serle fiel a un amor. Un amor maltrecho hacía algo tan hermoso llamado futbol, un amor que esta tarde me sonreía con resignada mueca melancólica.


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