—Tal vez nos conocíamos más de lo
que creí… aquí estoy, amor.
Un ventarrón movió las nubes, el cielo se hizo gris, y cubrieron
las puntas de los cerros. Golpeó otra vez la ventana. Sonaron patrullas a lo
lejos.
—Es increíble que alguien como tú, haya terminado con
alguien como yo…
Reconoció en su mirada el desprecio. Le fue evidente en la forma
en que erguía el cuerpo para mirarla desde arriba, con soberbia y una dignidad
que se supo imposible en ella misma.
—Es muy triste esa canción. De
pronto es por cómo la tocas.
—No, la canción es triste. Todo suena triste si se le pone un
bandoneón.
—Imagino que es un ritmo.
—No, el bandoneón suena como un niño que llora. Es lo que usan
los directores de cine de terror.
—¿Un bandoneón?
—Sonidos que asemejan el llanto de los niños. Un algo
inconsciente que nos hace sentir desasosiego cuando un niño llora. Queremos que
no llore, y al no entender de dónde viene el llanto, nos sentimos incómodos…
—No saber de dónde viene, mmm, es
como esa sensación como de que olvidamos algo dentro de la casa luego de cerrar
la puerta, o esa cuando nos equivocamos y estamos seguros de que alguien lo
sabrá porque no somos lo suficientemente inteligentes para ocultarlo y se nos
nota en las torpezas, en la actuación pobre con que pretendemos ocultar la
culpa de haber hecho mal.
—Puede ser, como quieras.
—Lo único bueno de ser escritor ha de ser eso, ¿no?… el resto se
me hace más bien inútil, tonto.
—¿Qué?
—Eso… tener las palabras para explicar cómo te sientes o cómo
puede sentirse alguien sin saber en verdad qué es lo que siente.
—Sí, quizás es lo único bueno. Ahora mismo, me siento como un
bandoneón… creo que soy mala tocando, eso no es muy explicativo. En fin,
¿vamos? me duele la espalda de este sillón horrible. Vamos a la cama.
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