17 de noviembre de 2014

En invierno


—Tal vez nos conocíamos más de lo que creí… aquí estoy, amor.
Un ventarrón movió las nubes, el cielo se hizo gris, y cubrieron las puntas de los cerros. Golpeó otra vez la ventana. Sonaron patrullas a lo lejos.
—Es increíble que alguien como tú, haya terminado con alguien como yo…
Reconoció en su mirada el desprecio. Le fue evidente en la forma en que erguía el cuerpo para mirarla desde arriba, con soberbia y una dignidad que se supo imposible en ella misma.

—Es muy triste esa canción. De pronto es por cómo la tocas.
—No, la canción es triste. Todo suena triste si se le pone un bandoneón.
—Imagino que es un ritmo.
—No, el bandoneón suena como un niño que llora. Es lo que usan los directores de cine de terror.
—¿Un bandoneón?
—Sonidos que asemejan el llanto de los niños. Un algo inconsciente que nos hace sentir desasosiego cuando un niño llora. Queremos que no llore, y al no entender de dónde viene el llanto, nos sentimos incómodos…
—No saber de dónde viene, mmm, es como esa sensación como de que olvidamos algo dentro de la casa luego de cerrar la puerta, o esa cuando nos equivocamos y estamos seguros de que alguien lo sabrá porque no somos lo suficientemente inteligentes para ocultarlo y se nos nota en las torpezas, en la actuación pobre con que pretendemos ocultar la culpa de haber hecho mal.
—Puede ser, como quieras.
—Lo único bueno de ser escritor ha de ser eso, ¿no?… el resto se me hace más bien inútil, tonto.
—¿Qué?
—Eso… tener las palabras para explicar cómo te sientes o cómo puede sentirse alguien sin saber en verdad qué es lo que siente.
—Sí, quizás es lo único bueno. Ahora mismo, me siento como un bandoneón… creo que soy mala tocando, eso no es muy explicativo. En fin, ¿vamos? me duele la espalda de este sillón horrible. Vamos a la cama.


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